Opinión
Algunas apreciaciones sobre el proyecto de Ley en materia de biodiversidad

Decisiones.- El 24 de octubre de 2016, la senadora por el Partido Verde Ecologista de México (PVEM), Ninfa Salinas Sada, formuló una iniciativa que tiene por objeto “expedir la Ley General de Biodiversidad”; así como reformar diversos articulados de la Ley General de Equilibrio Ecológico y Protección al Ambiente y abrogar la Ley General de Vida Silvestre, la cual, ha sido aprobada por la cámara alta el 23 de diciembre.
La construcción de este instrumento se da principalmente por la incorporación del Protocolo de Nagoya, el cual fue suscrito en el 2011 y se ratificó un año después. Dicho protocolo tiene por objetivo “fijar un marco de referencia para asegurar la distribución justa y equitativa de los beneficios derivados de la utilización de los recursos genéticos, lo que contribuye a la conservación y utilización sostenible de la biodiversidad”, por ende, la iniciativa pone como meta principal “la necesidad de tener una nueva ley y metodología”.
Por lo anterior, diversos medios de comunicación y organismos vinculados al área medioambiental han levantado la voz para que se discuta este planteamiento en lo público, debido a las altas implicaciones en la toma de decisiones y manejo de la biodiversidad en el país, la cual pende de una fragilidad propiciada por la falta del Estado de Derecho.
Al analizar esta iniciativa, se aborda pobremente en la exposición de motivos la parte técnica del Protocolo de Nagoya, el fundamento legal está mal estructurado en forma y fondo (hay legislación que se omite como la LGEEyPA, siendo que propone su reforma y no se hace mención de ordenamientos secundarios que coadyuven a reforzarla).
Ahora bien, en los términos de referencia expuestos en el artículo cuarto, no se alude al protocolo en comento, ni de lo que se entiende por “recurso genético”, así como se enuncia sólo a la SEMARNAT como instancia responsable para la aplicación de dicha Ley. Además, no se establecen descriptivamente las atribuciones y competencias de los municipios, impidiéndoles suscribir convenios de colaboración directos con la federación.
Obliga a “las dependencias, entidades y órganos de la Administración Pública Federal” a diseñar mecanismos de crédito blando, dejando a la ambigüedad que “todos y a la vez nadie se puede poner de acuerdo”. Se confunden cuestiones operativas con regulatorias como se muestra en el art. 5 del capítulo II, del título II.
En materia de grupos indígenas, se les orilla indirectamente a transferir sus conocimientos en materia de recursos genéticos, dejando en “mutuo acuerdo” y “respetando el marco regulatorio” (cuando se es impreciso) su realización. Ese acuerdo se vuelve a reiterar con los beneficios de la utilización de los recursos genéticos, cuando bien se sabe que no hay “pacto de caballeros” en lo que se refiere al cuidado y protección ambiental.
En torno a las áreas naturales protegidas, se establecen mecanismos de protección de escala diferenciada cuando se traten de orden federal de las subnacionales, así como permisibilidad en la realización de obras y/o actividades a aquellos “propietarios” en las mismas.
Vuelve a posicionar a la SEMANART como aquella encargada de inspeccionar, vigilar y sancionar a particulares físicos o morales sobre el cumplimiento de este ordenamiento, sin incluir a la PROFEPA, sin la obligación de que resarzan el daño y con la imposición de sólo faltas administrativas a los infractores.
Por todo lo anterior, ésta Ley atiende a un supuesto por tratar de amplificar el espectro regulatorio de la biodiversidad, sin precisar técnicamente las reglas del juego, la diferenciación del aprovechamiento con fines económicos de aquel referido a la sustentabilidad, sin imponer disposiciones neutrales que estén por encima de los intereses particulares y sin incorporar precisamente las pautas técnicas del Protocolo de Nagoya que implican también reformas más profundas que deben realizarse primero a la Estrategia Nacional sobre Biodiversidad.